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Los ingenieros ante la crisis (Artículo)

Pocas empresas parecen haber sido capaces de ver a tiempo la necesidad de cambiar sus vigentes estructuras y, es posible que ni siquiera pensaron en planteárselo. Se obstinan en seguir los viejos caminos hasta su extenuación, ignorando los avances tecnológicos que se han operado en sus sectores. Incluso algunas de las más eficientes no siempre entienden que la cuestión a resolver no descansa únicamente en analizar y cuidar su situación económica, estudiando los balances y la cuenta de resultados actuales, sino en disponer de información acerca de los avances técnicos y, con ese bagaje, saber dotarse de las estructuras y medios de desarrollo tecnológico adecuados.

Expresar que crisis significa oportunidad es genuina manifestación de voluntarismo, y si se pretende documentar la ocurrencia como aplicación de la sabiduría oriental, con referencia a que en chino mandarín se representa con la reunión de los grafismos "problema" y "oportunidad", escribiéndose como  機/机 (wêijî, en su transcripción fonética), se está dando difusión a la ignorancia interesada acerca de cómo se construyen los vocablos en ese idioma.

El grafismo chino con el que se identifica el concepto "crisis" es indisociable, y significa, ni más ni menos, que situación problemática. Tenemos en español palabras que se configuran aparentemente como unión de otros vocablos y que sería ridículo interpretar a partir de su composición silábica o fonética. Sería el caso de pretender deducir que "sorpresa" equivale a monja encarcelada o que un "paraninfo" es el obsequio que se destina a un individuo enamorado de sí mismo.

Ni siquiera estamos seguros de que el ser humano aprenda de las crisis, al menos, no de forma colectiva, porque la historia demuestra con demoledora reiteración que los cambios sustanciales en los parámetros que han estado rigiendo una situación de bonanza nunca fueron previstos adecuadamente, sino que se presentaron de forma brutal y, por tanto, traumática para muchos.

Parece propio de nuestra naturaleza, en fin, que los seres humanos nos empecinemos en aprovechar al máximo las condiciones favorables, y descuidemos prepararnos para el momento en que las circunstancias se tornen adversas. Cuando la posición ha llegado a su límite, y las estructuras que se consideraban fiables se desploman, se busca entonces a los culpables –casi nunca entre los verdaderos causantes–, y se sacrifica a algunos en el altar de las expiaciones colectivas. Con el paso del tiempo, se terminan borrando las huellas del desaguisado y se reconstruye el escenario, con elementos no siempre nuevos, gracias al impulso de la necesidad de supervivencia.

Vamos, pues, de burbuja en burbuja. Hoy es claro que los síntomas de la crisis se venían anunciando. Era previsible entender que la globalización estaba haciendo no solamente más dura la competencia, sino que los mercados para ciertos productos se estaban estrechando, y, también, que las posibilidades de exportación de los productos de los países desarrollados se confrontaban con situaciones crecientemente difíciles, como consecuencia del acceso de los países emergentes a las tecnologías más modernas y la escasez, por agotamiento, de recursos naturales propios en los más avanzados.

También se podría comprender que la demanda de fuerza laboral sufriría fuertes reducciones, acotando, por efectos de la automatización y la simplificación de los procesos y la incorporación de nuevos materiales y técnicas, la necesidad de mano de obra no especializada y concentrando las necesidades de cualificación, con ritmo exponencial, en algunas tecnologías, que exigirían, además, una formación tanto más especializada y sofisticada, comprometiendo el mantenimiento de los estados de bienestar según los parámetros que se habían considerado irrenunciables.

Por añadidura, la tardía preocupación por el ambiente, profundamente deteriorado por un desarrollo desbocado, basado en el uso masivo de los recursos naturales, no puede asociarse alegremente a nuevas oportunidades de negocio a nivel global. La implantación de medidas correctoras o la recuperación de lo degradado, no genera empleo en el balance colectivo, si no se pueden incorporar nuevos recursos, porque los procedimientos paliativos son consumidores de medios, no generadores por sí mismos de riqueza, aunque proporcionen bolsas ocasionales de actividad y, desde luego, permitan a algunos empresarios enriquecerse en ellas.

No debería ofrecer mucha controversia la posibilidad de extraer una consecuencia inmediata, aunque desagradable, y es que la destrucción de empresas, y, por tanto, del empleo, son muy superiores en el actual entorno tecnológico y con los nuevos parámetros de producción y consumo, y que no se ha alcanzado el final. Aunque exista resistencia a reconocerlo en los entornos sociopolíticos, convencidos al parecer de que la ocultación rinde más beneficios electorales que la cruda realidad, es posible –y cada vez más verosímil– que el número de empresas se reduzca –¿a la mitad?– en los países occidentales, disminuyendo la demanda global de trabajo, y obligando a adoptar medidas para su redistribución, unidas a la búsqueda de mayor flexibilidad y capacidad tecnológica para garantizar su adaptación a los nuevos impulsos de actividad.

La situación se manifiesta, empresarialmente, a dos niveles. Los grandes grupos de producción se ven abocados a drásticas reducciones de plantillas, que merecen, por su entidad, la mayor atención mediática y política. Pero se concede menos interés a la pérdida del tejido empresarial que proviene de la desaparición de las pymes a las que, no obstante, se sigue presentando como la base de la economía de cualquier país.

Son muchas las empresas tradicionales, –y es lástima no contar con estadísticas adecuadas–, para las que el camino hacia el futuro se encuentra vallado, porque su oferta se confronta de pronto con una demanda suficiente y carecen de la versatilidad, y les falta ya el tiempo, para emprender la modificación ahora imprescindible de sus infraestructuras.

Para poder disfrutar de una visión adecuada de los nuevos productos y procesos, aptos para ser implementados en corto plazo, que les resultarían salvadores, precisarían disponer de asesorías técnicas competentes y, naturalmente, poder acceder a las líneas de crédito adecuadas para realizar el salto.

Pocas empresas parecen haber sido capaces de ver a tiempo la necesidad de cambiar sus vigentes estructuras y, es posible que ni siquiera pensaron en planteárselo. Se obstinan en seguir los viejos caminos hasta su extenuación, ignorando los avances tecnológicos que se han operado en sus sectores. Incluso algunas de las más eficientes no siempre entienden que la cuestión a resolver no descansa únicamente en analizar y cuidar su situación económica, estudiando los balances y la cuenta de resultados actuales, sino en disponer de información acerca de los avances técnicos y, con ese bagaje, saber dotarse de las estructuras y medios de desarrollo tecnológico adecuados.

Siendo el diagnóstico ya casi unánime de que la crisis es global, es un error pretender que la solución a los problemas empresariales se encontraría –salvo casos muy especiales– en tratar de aumentar las ventas, por lo que sería improcedente destinar mayores cantidades a la comercialización y a la publicidad. Salvo que se disponga de tesorería excedente, tampoco servirá adquirir otras empresas del mismo sector para aumentar el tamaño y, con ello, posiblemente, los problemas.

Será más eficiente concentrarse en reducir los costes de los procesos, incorporando procedimientos más ventajosos y modernos, y buscar la forma de atender a las nuevas demandas o mejorar la calidad de los productos tradicionales.

No extrañará, por ello, que, con creciente frecuencia, empresas de reciente creación basadas en las nuevas tecnologías tengan el camino más expedito para el éxito que las viejas estructuras, pertinazmente ancladas en procesos que se consideran tradicionales y  seguras vías del éxito, y que han servido a sus propietarios bien en el pasado, pero que ya no son rentables, y que, al no poder cambiarse fácilmente, hacen insostenible sobre ellas la presión del mercado y de la competencia.

La reducción de los costes de producción, optimizando los procesos, deberá venir paralela a la inversión en desarrollo de nuevos productos, y, seguramente, tendrá que ligarse a la decisión, nada sencilla, de abandonar algunas líneas de trabajo, sustituyéndolas por nuevas iniciativas, analizando cuidadosamente los costes de oportunidad del cambio, en relación con el peligro vinculado a la obsesión por seguir amortizando estructuras, en teórica vida útil aún, a las que el desarrollo ha convertido tempranamente en obsoletas.

No puede esperarse que las pymes puedan abordar autónomamente esta imprescindible reconversión y cambio de mentalidad. No les será posible, máxime cuando se encuentran atenazadas por la pérdida de rentabilidad, asumir los costes de nuevos desarrollos, que deberán compatibilizar con la reducción de los costes de los procesos que aún mantengan vigentes. Aún más: para analizar el desarrollo de nuevos productos, no se debe subestimar la evolución posterior de los costes de producción y de los precios en el mercado, pues arriesgarían que se volviera a reproducir una situación de falta de competitividad.

La disponibilidad de información es sustancial. La orientación a nivel general es muy ventajosa, desde luego, pero no basta. Es justamente en este contexto en el que la consultoría externa puede servir de máxima utilidad a las pymes.

Un asesor independiente y experimentado servirá para proporcionar nuevas ideas y ayudar a implementarlas, sirviendo de auxilio también para analizar la situación,  codo a codo con el personal directivo de la empresa, y aportando fértiles argumentos en la negociación con proveedores y clientes, coadyuvando a generar un entramado de colaboración para la subsistencia futura. No es momento para medidas del tipo "sálvese quien pueda", porque la generación de interrelaciones entre las empresas se configura como la base de garantía para el negocio futuro, en un entorno cambiante. El ideal será combinar ideas tradicionales con inputs nuevos, añadiendo al saber hacer tradicional, los conceptos y apreciaciones fundamentadas de los expertos externos.

La mayor parte de las empresas disponen de equipos directivos que carecen de conocimientos técnicos y, aún más grave, de la perspectiva tecnológica que les permitiría evaluar las oportunidades adecuadas en un entorno que cambia a gran velocidad. No es suficiente ya con disponer del mejor producto en un momento dado y ni siquiera es razón para el éxito contar con las fuentes de financiación necesarias para mantener la posición, pues es posible que los nuevos desarrollos tecnológicos hagan perder en corto plazo la situación de aparente privilegio, si se carece de la capacidad de adaptación para los procesos, la perspectiva de modificación rápida del panel de productos en caso necesario, y no se atiende a la formación continuada de los empleados, especialmente en el sector de las nuevas tecnologías.

En este punto, se refuerza el criterio de que es, en general, más importante desarrollar la capacidad de adaptación para la evolución tecnológica que agotarse en el aprendizaje de saberes muy concretos, que pueden significar la pérdida de movilidad y, por ello, los centros de formación deberían tener muy presente esta dicotomía, devenida servidumbre, entre ser especialista en algo o haber sido educado para la versatilidad.

Los ingenieros somos, en la actual coyuntura, más necesarios que nunca. La mejor cualificación en la formación adaptativa de los nuevos ingenieros es una obligación de esta sociedad en crisis global, a la que deben responder, con valentía y visión, los centros de formación y los colegios profesionales. Y es deber de los buenos ingenieros y de las instituciones a las que pertenecen hacer entender a quienes toman decisiones hoy, que no se deben regatear esfuerzos en incorporar, con todas sus consecuencias, el factor tecnológico al debate sobre las medidas que permitirán a nuestro país superar con total éxito esta crisis y, por analogía, cualquiera de las venideras.

Porque, en genuino español, crisis es, aquí como en China, un problema que solamente puede resolverse con decisión y valentía, con nuevas ideas que se asienten sobre lo más valioso del pasado, con un eficaz trabajo conjunto en el que nadie habrá de ser marginado pero los más capaces han de hablar más alto. Y, por supuesto, en toda crisis tienen más opciones quienes más se esfuerzan, están atentos a las oportunidades, saben adaptarse, exploran, actúan.

 

Adjunto
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