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Un funcionamiento óptimo de las organizaciones (Artículo)

Por ilustrativo, podemos recordar que, allá por los años 80, las centrales de conmutación automática de las redes telefónicas pasaron de contar con un control “centralizado” primero ejercido por unos circuitos de relés llamados marcadores, y más tarde mediante una pareja de grandes ordenadores) a disponer de un control totalmente “distribuido”. En los primeros años 90 eran numerosas las centrales telefónicas en que cada línea de abonado era “inteligente”: contaba con un microprocesador para controlar las llamadas. Tras este cambio técnico y filosófico en los sistemas de conmutación, pudo llegar la telecomunicación total que hoy conocemos. Se diría que este cambio cultural —la distribución del poder— introducido en los sistemas de telecomunicación no se ha trasladado a todas las empresas de la economía del saber y el innovar, y que esta circunstancia —esta falta de protagonismo de no pocos knowledge workers— mantiene atorada la productividad y la competitividad.

Por mucho que los expertos prediquen el empowerment, la toma de decisiones se mantiene centralizada en muchas organizaciones; se reserva a los directivos, que tal vez no cuentan siempre con todo el conocimiento técnico necesario para acertar. Quizá algunas empresas funcionarían mejor con una mayor dosis de protagonismo de los trabajadores, más próximos estos a los problemas cotidianos.

Hay, desde luego, factores muy diversos que afectan a la solidez y prosperidad de las empresas, y desafían a los directivos; pero hemos de pretender que aquellas funcionen bien, que la organización esté bien pensada, que se aproveche el potencial disponible, que se alcancen los mejores resultados con el mínimo esfuerzo, todo ello en el marco de la excelencia en la gestión. Las empresas habrían de funcionar con agilidad e inteligencia, aunque es cierto que también surgen torpezas u obstáculos exógenos. Todo suele ser bastante complejo, sí, en los escenarios sistémicos, pero quizá podamos convenir algunas características generales de las organizaciones más inteligentes, las que mejor funcionan:

  • Valoran el capital humano y catalizan su mejor expresión.
  • Perciben, con perspectiva y objetividad, las realidades del entorno.
  • Son conscientes de sus fortalezas y debilidades, y aprenden de sus éxitos y fracasos.
  • Definen bien misiones y metas, y rechazan las imprecisas o inalcanzables.
  • En ellas, cada individuo asume protagonismo y responsabilidad por sus resultados.
  • Analizan debidamente sus problemas y los resuelven sin crear nuevos.
  • Se preparan para el futuro sin desatender el presente.
  • Viven la innovación como un proceso continuo, y no solo como sucesos periódicos.
  • Detectan oportunidades y las saben aprovechar.
  • Combinan la efectividad con el cultivo de emociones positivas.
  • Nutren continuamente sus conocimientos y los aplican.
  • Poseen conciencia de servicio a la sociedad de que se sirven.
  • Condenan y evitan la corrupción, la complacencia y la inercia.
  • Obtienen los mejores resultados con el mínimo esfuerzo.
  • Previenen, detectan y gestionan debidamente las desviaciones sobre planes.
  • Se adaptan, con la debida flexibilidad, a las nuevas situaciones.
  • Evitan que normas y procedimientos se impongan al sentido común.
  • Relacionan la calidad con la satisfacción del cliente.
  • Funcionan como un todo vivo, cuyas partes encajan sinérgicamente.
  • Toman las decisiones operativas al nivel más bajo posible.

Todas estas características (y algunas otras más específicas que cabría añadir) podrán parecer perogrulladas, pero lo cierto es que no se valora siempre en suficiente grado el capital humano ni se cataliza su expresión; que, fruto a menudo de nuestros modelos mentales, no se perciben las realidades con objetividad; que se suelen formular metas con cierta veleidad, y aparecen algunas equivocadas o contradictorias; que se desaprovecha el acervo de experiencia colectiva acumulada; que el trabajo, e incluso la formación, se mide más en horas que en resultados... De modo que hay que insistir en cultivar la inteligencia funcional u organizacional, acudiendo incluso a los postulados de expertos ya bien conocidos en el escenario finisecular.

Sin menoscabo de valiosas aportaciones anteriores, podemos recordar que el modelo de organización inteligente que nos ofrecía Peter Senge presentaba cierta "dominancia de hemisferio derecho", y que el de Ikujiro Nonaka apuntaba "dominancia de hemisferio izquierdo"; pero otros muchos expertos fueron contribuyendo al concepto y hoy no nos faltan referencias. No, no faltan postulados a aplicar en las empresas, aunque es verdad que a menudo simplemente falla el sentido común; tal vez es así, en alguna medida, porque se desvirtúa la escala de valores y aumenta la entropía de la organización.

Desde luego puede estar fallando la visión panorámica, la percepción del tránsito de la economía industrial a la del conocimiento. Sin menoscabo de la unicidad de cada empresa, ya no cabría hablar tanto de jefes y subordinados, de líderes y seguidores, de recursos humanos... Quizá habría de cultivarse, en la medida de lo posible pero con mayor decisión, la figura, por un lado, de los profesionales técnicos de los diferentes campos, y por otro, la de los profesionales de la gestión. Los niveles jerárquicos se reducen, y cada día es más frecuente que el jefe no sea el más experto en los detalles técnicos de su área de responsabilidad; de modo que podría no caber tanto dirigir por instrucciones y tareas, como dirigir por objetivos y resultados.

El cambio cultural que supone pasar del concepto de "recurso humano" al de portador de "capital humano" viene a facilitar el despliegue de facultades que pueden haberse mantenido inhibidas en el pasado; entre ellas, por mencionar una muy especial, la intuición genuina. Obsérvese que etiquetamos a menudo la economía emergente como la "del conocimiento y la innovación"; pues, como sabemos, muchos avances técnicos y científicos han sido fruto de la intuición de individuos que han asumido retos íntimos de creatividad. Si el trabajador, por muy experto que sea, ha de hacer lo que le diga su jefe, probablemente hará eso y solo eso; pero si ha de generar resultados que le serán atribuidos, entonces activará su tándem razón-intuición.

Como también se sabe, la fenomenología intuitiva permite acceder a una gran reserva de información que hemos ido almacenando sin que mediara la atención; permite, sí, acceder al inconsciente. Cuando un problema o reto creativo penetra suficientemente en nuestro cerebro, parece conectar con el inconsciente; el hecho es que la solución, sin que seamos conscientes de estar incubándola, puede aparecer en cualquier momento, incluso en sueños. Todo es en verdad más complejo en lo relacionado con la intuición genuina, pero lo cierto es que, en entorno catalizador, la inteligencia individual se beneficia de ella.

Pero la inteligencia funcional, la colectiva, la organizacional, depende de modo especial de los más poderosos, de los directivos. Para algunos de estos, la defensa del statu quo parece ser prioritaria, aunque otros muchos no dudan en subordinar sus intereses y expectativas a la efectividad colectiva. Si revisión parece pedir la función de Recursos Humanos en las empresas, revisión piden asimismo los perfiles de subordinados y jefes en la era del capital humano y el aprendizaje permanente. Los directivos habrían de ser tal vez más estratégicos en su gestión; pero tendrían también que reducir, en no pocos casos, su culto al ego, su presunción de infalibilidad, su codicia, su complacencia por logros alcanzados, su rechazo a las críticas, su mayor empeño en aparentar que en ser...

En verdad las organizaciones pueden funcionar mejor; y aun con menor esfuerzo; y con mayor satisfacción de todos. Mihaly Csikszentmihalyi, el prestigioso psicólogo americano de origen húngaro, nos hablaba del estado de flujo —de máximo rendimiento y disfrute del individuo—, y quizá debíamos llevar este concepto a las organizaciones.

 

Adjunto
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