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La otra inmersión lingüística (Artículo)

Estamos ante el mayor fallo de Gobierno posible: aquel en que los recursos, voluntades, inercias y prestigios comprometidos son tantos que es casi imposible la vuelta atrás. Los “gestores políticos” tras este dislate son los mismos que claman contra la inmersión lingüística en los colegios –“centros”, en la jerga de los destructores de la educación– catalanes, gallegos y vascos; dichos gestores implantan el mal llamado sistema bilingüe de español e inglés en los colegios del resto de regiones de España donde gobiernan; sus adversarios políticos los imitan con fruición.

¿Con qué consecuencias? “Puestos de trabajo, competitividad”, contestarán el llamado gestor y el padre; padre que seguramente estará afectado por el pensamiento mágico, no racional, y que por lo tanto se repetirá su propio conjuro, resumido en tres palabras: “práctica..., ordenadores..., inglés...”. Déjeme que le diga algo de su triple superstición: “theoria” significa “ver”, de modo que el que practica sin teoría va ciego; los ordenadores no son más que utensilios, como el bolígrafo o el azadón; el inglés es el emulgente de la cultura anglosajona y su peculiar versión de la vida.

El llamado “bilingüismo” no es tal; en realidad, se enseña prácticamente todo en inglés (como, en su caso, en catalán, gallego o algo que decidieron llamar “euskera”). O se intenta: ya teníamos demasiados profesores mal formados, que no amaban su asignatura ni daban la vida por sus alumnos, con escasas dotes para enseñar; males que se cernían sobre alumnos desmotivados, apenas alfabetizados; alumnos que, por su parte, no solo sabían y saben poco inglés, es que no saben hablar –ni su correlato, pensar– en idioma alguno; añadamos que el maestro o profesor no sabe inglés. Ya se enseñaba escasa biología, casi nula historia, nada de religión (tras 14 años en colegios concertados católicos, ¿cuántos identifican al Paráclito? –la falsa polémica por la asignatura de religión merece artículo aparte–). En el sistema educativo español, además de copiar en los exámenes, plagiar los escritos, no escuchar, no estudiar y no pensar, es práctica aceptada no completar los programas de cada asignatura sin que a nadie se le penalice ni nadie se manifieste, que yo sepa, contra este incumplimiento.

Hay solución, según nuestros gestores políticos: “Mandar a los profesores fuera” a cargo del erario público, bajo muy escasa o nula fiscalización (no son solo los políticos los que no rinden cuentas en España), pagando al tal efecto a una institución extranjera un volumen de dinero que nadie cuestiona; todo sea por que consigan un FCE o un CAE (títulos de Cambridge), o B2 o C1 (letras “de nivel” europeas), siglas para conjurar el pensamiento mágico.

Lo de “irse fuera” para aprender un idioma es una solución trasnochada de los años sesenta; discutible entonces, insostenible hoy. Los idiomas no se contagian como los catarros. La mejor manera de aprender un idioma es leyendo un buen libro con un buen diccionario al lado: habla y escribe mejor el que más y mejor lee en cualquier idioma. ¿Puede alguien pararse a pensar en el disparate de ni siquiera poner la televisión en inglés –cuando basta con apretar (gratis) el botón del sistema “dual”– antes de gastar a cargo de la deuda que pagarán generaciones futuras en irse o mandar a los hijos “fuera”, donde pululan los hijos de otras familias mientras los de allí pasan el verano en España...? En Internet hay disponible más material en cualquier idioma del que podría asimilarse en varias vidas. La enseñanza del inglés se ha vuelto un magnífico negocio. Pero antes que nada se ha vuelto una magnífica estupidez y una impostura: los padres, gobiernos, sindicatos, se sienten mejor si gastan más, o añaden idiomas al currículo sin profundizar en ninguno –mencione alguien el latín o el griego y lo tomarán por loco–; nadie quiere oír una voz como la que escuchó San Agustín: “Toma, lee”.

Sin embargo, no es la sarta de incoherencias en la aplicación del “bilingüismo en inglés” lo que aquí denuncio sino el sistema mismo, que resulta grotesco por preterir el español y admitir que se aprenda aún menos de cada asignatura, solo para ganar un cierto porcentaje de inglés. ¿Qué ha podido llevar a comprometer de tal forma el futuro de la educación en España y, con ella, de la misma cultura en español? Da lástima ver cómo hasta las academias de baile o los que organizan visitas infantiles a los museos las ofrecen ya solo en inglés porque si no, los padres no las quieren; su hijo irá al Prado a que le expliquen a Goya en inglés...

Se pregunta por qué a los hablantes de español nos cuesta tanto aprender otra lengua, sin caer en que les ocurre igual a los hablantes de inglés, francés y japonés; precisamente a estos. Las estrambóticas razones psicofísicas ahora en boga para los españoles quedan desmentidas por el inglés brillante de los españoles que se han esforzado en aprenderlo. La razón de la “dificultad” es que no nos hace verdadera falta, no tenemos absoluta necesidad. Para ser preciso, eso nos ocurre con razón a los hablantes de español y de inglés; los franceses viven deleitándose en ese espejismo de grandeur; de los japoneses no sabe uno muy bien qué pensar, pero han sido imperialistas e incapaces de aprender inglés. Con quinientos millones de hispanohablantes muy bien repartidos por el mundo, no padecemos el solipsismo de Dinamarca o Finlandia o de los mismos alemanes; nos vendrá bien aprender inglés para trabajar (ahora algunos creen que, quizá, alemán), pero no lo necesitamos. ¿Qué hacemos entonces imitando los sistemas de Finlandia, envidiando cómo habla inglés un holandés o un alemán? Claro que lo hablan, no les queda otra; y, seguramente, estudian español. Puede que ya a nadie le importe y pocos lo sepan, pero tenemos una de las culturas más importantes de la historia, quizá la cultura viva más importante de la historia, y se ha hecho y podría seguirse haciéndose en español.

Al sustituirla por el inglés, se la cambia por una moneda de menor valor. Esto, claro, es discutible –el valor de una u otra– pero no el hecho en sí: que si un niño y un joven no aprenden a pensarse en su lengua, si en ella no dicen y se dicen su historia, la biología, física, arte, política, deporte, su fe o su agnosticismo o ateísmo, su sexualidad, su amistad, su amor, su familia..., si un niño no sabe quién es en su idioma, ¿lo sabrá alguna vez? Tapará las vergüenzas de su espíritu con unos harapos hechos de retales de otra cultura. ¿De veras la cultura sajona que nos llega, en su versión más mezquina, con su componente de utilitarismo, darwinismo, simplificación y afán por ganar o perder tiene más valor que, por ejemplo, el ser español contenido en Manrique, Cervantes, Machado o Lorca? ¿Nadie ha notado un cambio en los jóvenes?

Déjenme que les llame la atención sobre algunos matices de la lengua inglesa frente a la española. En inglés las partes del cuerpo y el cuerpo mismo, el tiempo y la vida se usan siempre con posesivo (“my head aches”; “don’t make me waste my time”; “he risked his life”, por ejemplo); en español, no: ni el cuerpo, ni el tiempo, ni la vida son de uno (“me duele la cabeza”; “no me hagas perder el tiempo; “se jugó la vida”). Sostengo que esta diferencia, no baladí, se debe a nuestra profunda raíz católica –seamos ahora católicos o no–, para la que ni el cuerpo es nuestro (“templo de Dios”), ni el tiempo, ni la vida son de nuestra propiedad, sino que son más bien nuestra responsabilidad. La lengua denuncia el alma de sus hablantes. Tengo registradas varias decenas de términos racistas en inglés, que son casi inexistentes en español, revelando que nunca fuimos racistas (ahí están los reyes indios en lugar de honor entre todos los de las Españas, en el Palacio Real). O detalles tan cotidianos como que en inglés se diga: “I’ll buy you a beer”, “to buy time”, o “I don’t buy it”, en los tres casos con el término “comprar”, donde nosotros diríamos: “Te invito a una cerveza”, “Ganar tiempo”, o “No me lo trago”; el utilitarismo inglés de nuevo. De lo peor que te pueden decir en inglés es: “You are a loser”; ¿desde cuándo a los españoles nos ha importado de veras ganar o perder? Es algo muy reciente que sería interesante filiar, porque nuestro héroe nacional, el Quijote es, en su yo mejor, perdedor orgulloso de serlo mientras la causa merezca la pena, como su propio padre, don Miguel. La lengua inglesa tiene, sin embargo, un vocabulario mucho más rico para el juego amoroso; pero, trágicamente, no distingue entre “ser” y “estar”... Vengo a decir que no es indiferente vivir en una u otra lengua, sino decisivo; especialmente aquella lengua en la que uno hace su aprendizaje de niño, en la que uno se sabe y se dice. Educarse en inglés y luego estudiar la literatura española conllevará que esa literatura parecerá absurda, no tendrá sentido, porque es una concepción del mundo muy dispar. Temo que nada de esto importe a casi nadie. A mí no me deja dormir porque veo las vidas desnortadas, la uniformidad de un mundo en el que casi nadie llega a ser quien podía haber sido.

No me canso de repetirles a mis alumnos de inglés (que lo aprenden muy bien), que su mayor patrimonio no son unas casas, acciones, empresas o dinero que les dejen sus padres en herencia (la crisis me ha eximido de tener que explicarlo demasiado), sino el castellano, la lengua española. Saco un billete (esta generación de jóvenes valora el dinero en sí...) y hago gesto de quemarlo. Les pregunto qué sería de hacerlo; “¡gilipollas!”, me dicen (un español de tiempos no tan lejanos quizá hubiera contestado otras cosas); les contesto que dilapidar (hay que explicar la palabra, claro) la herencia de la lengua española y el diálogo con don Rodrigo Díaz de Vivar, don Quijote, el pobrecito hablador, o el escribidor de la tía Julia es una gilipollez mucho mayor. Al mismo tiempo leemos a Rikki-tikki-tavi, Hanna Arendt, Potter, Hume o Marx en su lengua, claro, o escuchamos a Cary Grant o a las dos Hepburn, a Churchill, o a Chet Baker fundiendo la letra con la música de My Funny Valentine..., mientras les repito que un estudiante español que no lea desde los trece o catorce años, al menos, El País y el Abc cada día de su vida es un fraude como estudiante y como ciudadano; y si, a una edad, no lee además varios diarios extranjeros, es un paleto; que, en fin, “una nueva lengua es una nueva alma”.

No quiero que pierdan su alma española, que será la única que les permitirá de verdad conocer con hondura y veracidad la lengua inglesa (y las otras) y elegir libremente (pienso en Joseph Conrad, o en Carlos V). No se trata de los derechos de las lenguas, que no existen; ni de los pueblos, que tampoco. Me preocupan las vidas de todos y cada uno, su libertad; las vocaciones perdidas, todo ese talento. Con ellas, la verdadera posibilidad de que Europa no se quede sin España, a la que necesita para ser. No es solo que yo no quiera ser Alemania, ni como Alemania, sino que no es posible, ni es verdad. Europa no es tal sin España; “ya hay una Alemania, una Francia... No imitar...”, es el sentido del “España es el problema y Europa la solución” orteguiano: que España sea muy España en Europa para que Europa de verdad lo sea; como Cataluña ha de ser muy Cataluña en España para que ambas auténticamente lo sean. No alcanzaremos la prosperidad y, lo que es mucho más grave, no seremos nadie, si perdemos nuestra realidad.

Para explicar cómo hemos llegado a esto, me permito tomar de ejemplo a Esperanza Aguirre, quien promovió el transformar el sistema educativo de la Comunidad de Madrid al bilingüismo, practicando una variante del que la escuela filosófica de Madrid nominó pensamiento confundente. El pensamiento confundente procede así: “La nieve es blanca; la nieve está fría; luego lo blanco está frío”. Helado se queda uno ante Esperanza Aguirre explicando que ella de pequeña fue a un colegio británico y le fue muy bien. Así que la expresidente, con su mejor voluntad (trágicamente, así lo creo), quiere eso mismo para el chico más pobre del barrio más modesto de la familia menos leída. En suconfusión, olvida Aguirre que cuando era niña y joven vivía en una familia culta y bien relacionada. Sentada a su mesa escuchaba un digno español; seguro que, a menudo, excelente, en conversaciones sesudas, o ingeniosas, rodeados de libros, suscritos a varias publicaciones. Cuando encendían la radio o la televisión, ella y los de entonces oían una prosa magnífica. Los periódicos contenían largos artículos; muchos grandes intelectuales españoles llenaban sus páginas.

¿Han pensado Esperanza Aguirre o sus adláteres e imitadores en el español o las ideas que recibe un chico de entre seis y dieciocho años en 2013 cuando enciende la televisión, la radio o abre alguna publicación, cuando socializa en la red? ¿Han visto cómo habla la mayoría de sus padres y profesores, infectados de televisión basura y de falta de lecturas dignas (ni siquiera sin dignidad)? De hecho, las chicas del servicio venidas de algún hogar modesto del Perú o Bolivia hablan mucho mejor español que sus “señoras” de la Moraleja y dicen cosas mucho más sensatas; al menos, más personales. Es patente la degeneración del español y los conceptos en el Parlamento o, incluso, en las sentencias del Tribunal Constitucional. Vivimos en la afasia, disimulando con clichés. ¿De dónde, me pregunto, sacará ese chico el español que necesita; cómo se pensará; cómo entenderá el mundo y sobre todo a sí mismo?

Los que dicen defender la calidad y la “cultura del esfuerzo” (cliché) han tirado por el camino de en medio, el fácil, y “en el presente contexto” (ni “coyuntura” ni “situación”), han aplicado el pensamiento confundente que practica Aguirre, a la que se acusa de todo menos de lo que se la tiene que acusar. El resultado va aún más allá de esta brutal desigualdad en perjuicio del chico falto de familia o amigos cultos. La única igualdad que no es una perversión –la igualdad de oportunidades que debe dar la escuela– es hoy menos verdad que en el último siglo y no por dinero. Aquella educación que recibió Esperanza Aguirre no fue inocua. La cultura sajona sustituyó en parte a la española; con serias fallas. Y se nota: podríamos hablar del disparate de que se diga a sí misma “liberal”, aquí en España. Se esté de acuerdo conmigo, o no, en lo beneficioso de estos efectos, lo que no es de recibo es ignorarlos (en el verdadero sentido de “ignorar”: desconocer”) porque cada padre y maestro debe saber lo que está haciendo y se debe informar de ello a los alumnos mayores para que ejerzan su libertad.

Se alegarán dos cosas: que es lo que los padres quieren y así lo manifiestan las encuestas; y que da resultado contra el fracaso escolar. Niego hasta la terminología. Empezando por el segundo argumento, el único “fracaso escolar” que veo es que chicos de sobresaliente acaben los estudios sin saber casi nada y que se regalen los aprobados sin saber lo suficiente; en ambos casos hay un verdadero fracaso del sistema escolar. Es un fraude además de un fracaso. Es verdad, sin embargo, que en los colegios bilingües parecen marchar algo mejor las cosas. Eso no hace bueno el sistema, ni compensa las ingentes renuncias. En un sistema desmedrado hasta la anomia cualquier mínima acción, un poco de atención, produce gran efecto; esto es especialmente verdad en los niños. Los chicos están olvidados: la educación es moneda de cambio entre sindicatos, gestores políticos, fanáticos, oportunistas, vagos; son los niños los más desprotegidos ante la televisión, la publicidad, en las propias leyes contra el maltrato; se pretende y sanciona que abortarlos sea un derecho; sus padres se refugian de la casa en el trabajo, o atribulados en sus lances amorosos. “¿Qué les pasa a los chavales?”, me preguntan; “Les pasan sus padres”, contesto. Por descontado, no todos los padres son así, pero hasta los más amantes y esforzados se ven arrastrados por las vigencias y la presión del absurdo sistema educativo; los niños, en fin, no votan, no salen en carroza, no son un grupo de interés... Cualquier cosa que se haga con ellos, aún poco acertada (como la reciente cantinela de volver a segregar a los alumnos por sexo), mientras conlleve prestarles atención, mejora de inmediato los resultados aunque a la larga se pague.

El argumento de la satisfacción de los padres es un vomitado de la “democracia morbosa” (de nuevo Ortega, que me consta está tan poco vivo para nuestros “técnicos” legisladores educativos); ¿se puede regular la educación solo mediante la democracia, o mediante su falseamiento: las encuestas? Esto nos lleva más lejos: a la sustitución de la Administración pública en sus deberes básicos por una pantomima de “proveedor de servicios” que finge que el ciudadano es “cliente”, satisfecho o insatisfecho (cultura sajona en su peor versión; no la de Runciman, Mattingly, Thornton Wilder...). Impensable que se consulte a los expertos (todo lo contrario de los grupos de intereses profesionales “docentes”). Todo esto es una perversión de la democracia, una dejación de deberes por parte de autoridades y maestros, egoísmo y miopía cortoplacista de los padres, una hipoteca insostenible para nuestro futuro nacional y, lo peor de todo, un atentado contra el proyecto de vida de cada niño en España.

Tristemente, los efectos no son aún mayores dada la escasa relevancia de la vida académica en los alumnos. Pocas veces hemos cometido un disparate mayor. No es casualidad nuestra situación económica, el auge de los nacionalismos particularistas, el ver las calles llenas de pintadas y que volvamos a la cantinela que denunció Larra de ver por todas partes a petimetres ignorantes quejándose de que “En este país...”. La decadencia viene de olvidar quiénes somos.

Nota

(1) En ‘El saldo de la lengua’ (El País, 4 de febrero de 2012), Antonio Valdecantos denunciaba esta incoherencia, refiriéndose solo al Partido Popular; señalando, muy agudamente, que tal abandono del español en favor del inglés “se parece más a la diglosia que al bilingüismo propiamente dicho”. Aquí terminan mis coincidencias con el profesor Valdecantos, para quien las lenguas parecen tener una realidad muy distinta de la que yo considero que tienen.

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