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La conquista de la felicidad (Reseña del libro de Bertrand Russell) (I)

La primera referencia que atrapó mi espíritu hacia la obra filosófica de Bertrand Russell ocurrió al inicio de mis estudios de Doctorado sobre Psicología Positiva. En uno de los artículos científicos que consulté, Carol Ryff, uno de mis investigadores de cabecera, transcribía al gran filósofo. La frase, perteneciente al libro “The Conquest of Happiness” (1930) me transportó a un edén al que todavía vuelvo cuando la releo. Me hice con un ejemplar de la obra, y su lectura me fue acompañando a trechos durante dos años, lo que, lejos de indicar desinterés, en este caso reflejaba la pasión que iba despertando en mí todo lo que iba leyendo; en un rizo para algunos paradójico y para mí congruente, me iba gustando tanto que no la quería terminar, la dosificaba para que durase.

Causas de infelicidad y causas de felicidad: Bertrand Russell y sus recomendaciones para una vida satisfecha y feliz – Primera parte

Sirva como contextualización del libro el recordar que hay quienes tildan a Russell de “escéptico melancólico” y califican su vida como un navegar entre angustia, hecho que él mismo reconocía por ejemplo en el prólogo a su autobiografía: “Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad… Me han llevado de acá para allá… sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” (sic).

A pesar de esta declaración vital, “The conquest of happiness” (“La conquista de la felicidad”) resulta un libro optimista y alegre, hasta jocoso en ocasiones, esperanzado y lleno de buenas ideas para la mejora espiritual de la vida de sus congéneres. Fuera por sus vivencias o fuera por otra cosa, el matemático que era Russell devino pronto en filósofo, poseedor, a mis ojos, de unas profundas capacidades de observación, análisis y síntesis; aguda intuición para llegar con su pensamiento donde su ojo no alcanzare; y una arraigada capacidad simplificadora capaz de desbrozar cualquier concepto farragoso y presentarlo al lector con un lenguaje y una concepción pasmosamente sencillos y de inmediata comprensión y aplicación.

Merecedora del apelativo de “clásico” (esto es, lo que no pasa de moda), “La conquista de la felicidad” puede enseñarnos tantos recovecos de felicidad a nosotros en el siglo XXI, como guía fue para nuestros abuelos hace cien años. En su desbrozar ideas, llama la atención las escasas veces que utiliza Russell la primera persona del singular o del plural. Pareciera que quiere alejar de sí los cálices que nos da a beber utilizando abrumadoramente el “él” (que incluye a “ella”, ha de entenderse como genérico), como distanciado o pretendiendo distanciarse de las tribulaciones de sus congéneres.

En su disección de la conquista de la felicidad, Russell dedica la primera parte de su volumen a lo que él llama “causas de infelicidad”, reservando la segunda a las “causas de felicidad”. Como el autor, y con el objetivo de dosificar vuestra lectura y no cansaros, dividiré en dos mis contribuciones y hoy os resumiré sobre sus ocho causas de infelicidad: infelicidad  byrónica, competición, excitación, fatiga nerviosa, envidia, sentimiento de pecado, manía persecutoria y miedo a la opinión pública.

Silenciaré mi voz ahora, para que no escuchéis más que la suya y sus palabras.

Causas de infelicidad:

1.  Infelicidad byrónica. Te aqueja ese mal cuando ser infeliz te produce orgullo, por considerarlo la única actitud racional posible ante la naturaleza del universo. La denominación proviene de tomar a Lord Byron como epítome de este concepto: “There is not a joy the world can give like that it takes away” (“No hay alegría que el mundo pueda dar como aquella que quita”), recitaba el poeta.

También se ven aquejados de infelicidad byrónica aquellos para quienes el valor del presente está sólo en el futuro, para quienes no disfrutan del hoy, del camino que transitan, y permanecen expectantes de eso “bueno” que les espera al final del trayecto. A éstos, advierte Russell: “There can be no value in the whole unless there is value in the parts” (“No puede haber valor en el todo si no hay valor en las partes”).

2.    Competición, el mal de los hombres de negocios. “The struggle for life” (la lucha por la vida) de la que éstos hablan no es tal lucha para Russell, pues en ella no es la supervivencia la que está en juego sino el éxito. Así, “the struggle for success”, que él apoda, no es el temor cada mañana a no desayunar, sino a superar a sus vecinos. El hombre aquejado de competición se concentra en su actividad laboral mientras el resto de su vida se va secando a su alrededor, sabe cada vez menos de su pareja y va disfrutando de menos cosas en la vida.

La religión de estos ejecutivos es ganar dinero, y se entregan contentos a este tormento en la creencia de que quienes no lo hacen son pobres criaturas, y de que el dinero ganado es la medida de la inteligencia. Sin negar que el sentimiento de éxito facilita el disfrute de la vida, Russell recomienda para ser feliz un cambio de religión hacia una menos ansiosa.

3.    Excitación. La búsqueda de excitación se arraiga profundamente en la especie humana, sobre todo en el género masculino. Aunque con el inicio de la agricultura le llegó el tedio al cazador, hemos llegado a creer que el aburrimiento no es inherente al ser humano y que puede uno sacudírselo de encima buscando vigorosamente su opuesto, la excitación. Olvidamos también que, en paralelo al tedio estulto derivado de la falta de actividades vitales, encontramos el aburrimiento fructífero, ese derivado de la ausencia de adormideras. Pone a los grandes hombres del pasado como ejemplo de este segundo, alegando que una vida tranquila es su característica, y que sólo en ciertos momentos de su existencia vivieron éstos gran excitación.

Afirma Russell, además, que ciertas cosas buenas sólo son posibles donde existe un cierto nivel de monotonía. Y esta se aprende en la infancia, etapa cuyos placeres no deberían ser otros que aquellos que el niño extrae de su entorno con algo de esfuerzo e inventiva.

Para argumentar que una dosis de aburrimiento es esencial para una vida feliz, continúa sentenciando que el exceso de excitación acaba produciendo consunción. Y apela a que somos criaturas de la Tierra, nuestra vida es parte de ella y de su ritmo lento, con el descanso tan esencial como el movimiento.

4.    Fatiga nerviosa. Cree Russell que escapar de ella es muy difícil pues, sobre todo en zonas urbanas, son muchas sus fuentes y muchas pasan inadvertidas. El ruido físico y la constante presencia de desconocidos alrededor son las más inmediatas. Ésta última agota porque desborda nuestra natural inclinación, que compartimos con los animales, a investigar a otros seres que nos rodean antes de decidir si son amigables u hostiles. La imposibilidad de hacer eso con la pléyade de extraños con quienes nos vemos forzados involuntariamente a compartir espacio y/o a interaccionar, nos lleva a sentir una rabia soterrada, a considerar a otros seres humanos como una molestia. La tercera fuente de fatiga emocional es el miedo, sobre todo en una de sus formas, la preocupación, que es para Russell la causa más potente de infelicidad.

La peor forma de miedo es la que deriva de no querer afrontar algún peligro que real o imaginariamente nos acecha. Russell nos propone como curso de acción apropiado para alejar nuestros pensamientos de ello precisamente el opuesto, esto es, el pensar en nuestro temor concreto con la mayor concentración, de manera calmada y racional. Nuestro miedo  acabará resultándonos tan familiar que nos aburrirá y perderemos, así, el interés.

El hombre sabio previene la fatiga nerviosa adquiriendo el hábito de pensar en sus problemas sólo cuando hacerlo tiene algún propósito, cultivando una “mente ordenada”. Muchas preocupaciones, sobre todo las que tienen que ver con el yo, pueden ahuyentarse dándose cuenta de su falta de trascendencia y de la pequeñez del yo en la inmensidad del mundo. Como remedio, propone centrar sus pensamientos y esperanzas en algo que trascienda de uno mismo. El hombre capaz de esto hallará cierta paz en el encuentro con los problemas ordinarios de la vida.

5.    Envidia. Es la segunda causa más potente de infelicidad. Y el origen, por cierto, de que naciera la democracia. Las ganas de despecho que la envidia produce son también el origen de la práctica de castigar a quienes osan faltar contra la moralidad, pues la envidia provoca que no se disfrute de lo que se tiene y que, además, se sufra por lo que otros consiguen, en este caso, los placeres de la transgresión moral.

La envidia se adquiere en la infancia, en un hogar donde un hermano era preferido o donde faltó el instinto parental en algún progenitor. El sentimiento de falta de amor que esas circunstancias pueden generar en un niño tinta desde entonces su mundo con percepciones reales o imaginadas de injusticias hacia uno mismo.

El hábito de pensar en términos de comparación que deriva de esa visión del mundo es fatal para la felicidad. El cómo librarse de ella arranca con el gran paso de meramente darse cuenta de dónde viene esa visión. Y continúa con la disciplina mental de no tener pensamientos fútiles, de no compararse con otros, y de no recurrir a la persecución del éxito como medicina principal, pues siempre encontraremos a alguien más exitoso que nosotros.

El sfumato de clases sociales en nuestra época y la expansión de la democracia han ampliado considerablemente las oportunidades de envidia. El antídoto: la felicidad marital o en el hogar, pues proveen de la satisfacción suficiente. Si dejo de tener envidia seré feliz y, con eso,…envidiable.

6.    El sentimiento de pecado. Como muchas otras cosas, se nos transmite durante la infancia, y resulta especialmente prominente en momentos en que la conciencia se halla debilitada por fatiga, enfermedad o alcohol.

Lo malo de la conciencia de pecado es que, precisamente, no suele despertarse ante los más dañinos pecados, que son esas tentaciones, las más habituales, de respetables y respetados ciudadanos: “maliciosas prácticas profesionales ocultas que la ley no castiga; dureza y crueldad contra empleados, esposos o hijos; malevolencia contra los competidores; o ferocidad en conflictos políticos”. Prácticas con las que el hombre esparce tristeza en su círculo inmediato y cumple su cuota en la destrucción de la civilización. Por desgracia, la moralidad subconsciente de la mente que se considera pecadora se halla divorciada de estas prácticas, porque en la infancia no se la asoció al incumplimiento de los deberes individuales hacia la comunidad, sino sólo a cuestiones religiosas y a retazos de tabúes irracionales.

La conciencia de pecado produce infelicidad y sentimiento de inferioridad en quien la sufre, empujándole de nuevo a erigirse en látigo del comportamiento de otras personas, a no disfrutar de las relaciones personales y a sentir resquemores contra los percibidos como superiores, alejando de sí la admiración por ellos y dando paso a la envidia. Convertido uno en persona desagradable, se irá encontrando cada vez más aislado. ¿Cómo ir hacia la felicidad en ese caso? Preconiza Russell una actitud expansiva y generosa hacia el mundo, porque eso le hará ser apreciado. ¿Y cómo se consigue esta actitud? Mediante autoconocimiento e integración armónica y no batalladora de nuestras capas consciente, subconsciente e inconsciente.

7.    Manía persecutoria, o las tribulaciones de quien se siente víctima perpetua de ingratitud, maltrato y traición. Por distribución de probabilidad, en una determinada sociedad todas las personas se encuentran con similar dosis de maltrato a lo largo de la vida. Por ello, si nos topamos con alguien que parece conocer más villanos que nadie, o palmariamente los imagina, o son sus creencias victimistas quienes provocan que se comporte de manera que irrita a los demás.

La cuestión de interés general es que ninguna persona se libra de sufrir manía persecutoria en uno u otro grado, pues ésta hunde sus raíces en una concepción exagerada de nuestros propios méritos. Así, frecuente víctima de manía persecutoria es aquel filántropo que se pasa la vida haciendo el bien a la gente… en contra de la voluntad de ésta… y luego se sorprende de su ingratitud. Estad atentos, pues el deseo de poder es insidioso y se puede ocultar bajo la piel de cordero de la filantropía. Baste como ejemplo el político que se afana en concentrar en él todo el poder… para mejor llevar a cabo sus nobles designios.

El antídoto para el mal de sentirse víctima se compone de cuatro máximas: (1) Recuerda que tus motivos no son siempre tan altruistas como puedan parecerte a ti. Quienes desean tener una alta opinión sobre su propia excelencia moral suelen caer en la trampa de persuadirse a sí mismos de que han alcanzado las cotas altruistas, superiores a las habitualmente naturales, a que nos empuja la ética social. (2) No sobre-estimes tus propios méritos. Darse cuenta de ello es doloroso, pero dura sólo un momento y luego puedes ser ya feliz. (3) No esperes que los demás se interesen por ti tanto como tú mismo, y (4) No imagines que la mayoría de la gente va a dedicarte pensamientos suficientes como para desear perseguirte.

8.    Miedo a la opinión pública, la cual abarca desde nuestros mayores hasta los medios de comunicación. Respecto de los mayores, mientras es deseable que traten con respeto los deseos de los jóvenes, no es deseable lo contrario si en ambos es el futuro del joven el que está en juego. Sin llegar a decantarse por la excentricidad, pues ésta resulta tan carente de interés como el ser convencional, como regla la persona debe respetar la opinión pública sólo para evitar morir de hambre y mantenerse fuera de la cárcel; más allá, es someterse a innecesaria tiranía.

La timidez agrava el miedo a la opinión pública, pues es bien sabido que ésta se muestra más tiránica con aquellos que, al temerla, dan promesa de mejor caza, mientras, por el contrario, duda de su poder ante los que muestran indiferencia. Además, resulta difícil lograr cualquier tipo de grandeza bajo la fuerte influencia de ese temor.

Adjunto
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