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Una cierta alteración de conceptos (Artículo)

En el lenguaje del management, la semántica resulta a veces algo alterada y, por ejemplo, el observador puede detectar cierta transformación —incluso adulteración— del significado de algunos términos o expresiones que suenan o han sonado mucho. A veces parece haber, sí, una interpretación paralela a conveniencia del usuario… Me refiero a algunos términos muy cotidianos; entre ellos, el liderazgo, la calidad, el capital humano, la innovación, la estrategia, el talento, la responsabilidad social, la gestión del conocimiento, la organización inteligente, la dirección por objetivos, la destreza informacional, la integridad… Vayamos uno a uno.

Iba cayendo ya el boom de la dirección por objetivos, cuando se empezó a hablar del liderazgo con intensidad en nuestro mundo empresarial. Eran los primeros años noventa y se hacía en sintonía con un cambio cultural que parecía ponerse en marcha, aparentemente inspirado en la “teoría Y” de Doug McGregor. Puede que al principio se pensara que los trabajadores tenían que convertirse en una especie de seguidores de un jefe-líder tras metas compartidas; pero lo cierto es que pronto pareció olvidarse lo de las metas, y el liderazgo se viene entendiendo ya como mera dirección de personas (que en realidad siguen viendo a sus jefes como tales y no como líderes).

En efecto y en el lenguaje habitual, el directivo parece ser líder tanto si hay metas atractivas y se alcanzan, como si no; tanto si es visto como tal por su entorno de subordinados, como si no… Resulta algo absurdo cuando, para salvaguardar a toda costa el mejor significado del liderazgo, se niega que Hitler fuera un líder (se llega decir que fue un mero alborotador); sin embargo, aunque se haya ciertamente convertido al líder en el héroe de la literatura del management, tal vez su grandeza habría de depender en cada caso de las metas elegidas, los medios aplicados para alcanzarlas, la relación con los seguidores…

La idea de la calidad también parece verse afectada a veces en su significado dado en las empresas. Diríase que a menudo se ha convertido en el seguimiento de normas procedimentales. A los efectos de conseguir el certificado de calidad, no parece haberse puesto tanto cuidado en la excelencia del procedimiento, como en su aparente seguimiento; pero eso no conlleva necesariamente la idea de cliente satisfecho. Si lo entendí bien, la calidad no parece exigir que el cliente muestre su satisfacción, sino solo, acaso, que se le pregunte al respecto. La cosa es que yo recibí en casa, por ejemplo y con su sello-certificado de calidad, un electrodoméstico que ya venía con un remache roto. Se podía poner un tornillo, pero la norma lo impedía (eso me dijeron). Más tarde aparecería otro fallo.

El capital humano con frecuencia parece haberse quedado en sinónimo moderno de recursos humanos, pero, en el origen (uno recuerda aquí, por ejemplo, el libro de Thomas O. Davenport), el concepto ponía el énfasis en la capacidad y protagonismo profesional de las personas, más allá de seguir instrucciones específicas de sus jefes-líderes. Se hablaba del capital intelectual… Uno diría, simplificando, que la idea de recursos humanos es a la de capital humano, como la economía industrial es a la del conocimiento. También aquí podrán surgir entre los lectores otros puntos de vista, lo que resulta sin duda saludable.

Sigamos ahora con la innovación, término que quizá también se desdibuja a veces. No basta, no, con que vayamos incorporando las novedades que, en procesos, productos o servicios, generan otros; no basta con la renovación tecnológica, aunque resulte inexcusable; no basta con la mejora continua, aunque deba mantenerse activada. La auténtica innovación supone un salto cuántico y rompedor, una incursión en la terra incognita de nuestra actividad, una extensión de nuestro campo del saber. La innovación genuina supondría, sí, descubrimiento, hallazgo, novedad valiosa con la que impactar.

Parece que también se ha venido trivializando-adulterando el significado de la estrategia. Al respecto, en Playing to win. How strategy really works (mejor business book de 2013 para Thinkers50), Alan G. Lafley y Roger L. Martin sostienen que muchos ejecutivos limitan la estrategia a la formulación de la visión, la reducen a un plan, o la perciben como un mero seguimiento de las mejores prácticas.

Se diría que la empresa de cierta dimensión habría de albergar y aun formular una percepción sobre su futuro, con unos objetivos o metas de prosperidad deseadas para el medio-largo plazo. También habría de realizar una elección sobre las políticas, las ideas a desplegar tras aquellos fines, y asimismo sobre los medios específicos (táctica) a poner en marcha, tanto en lo referido a la acción exterior como a la gestión interna de la organización. Todo ello, con una buena dosis de audacia, astucia, afán de logro, inteligencia… En cada empresa, la estrategia vendría a ser en efecto una apuesta de futuro; vendría a ser la solución adoptada para consolidar su posición en el mercado y prosperar. Me gustó, por cierto, El manual del estratega, obra premiada por Know Square, de Rafael Martínez Alonso.

Ahora el talento. En los noventa se hablaba en las empresas de potencial de gestión de los jóvenes titulados, y ya en este siglo se empezó a hablar más de talento y menos de potencial. Se hacen sonoras definiciones y hasta se convierte el talento en resultado de varios sumandos; pero, antes de todo esto, uno entendía el talento como una capacidad innata para hacer algo especialmente bien. Se detectaba típicamente en la pubertad o adolescencia, y en ocasiones se trataba de cultivar: talento para la música, talento para los números, talento para el dibujo, talento para la arquitectura, talento para organizar…

Esta era, yo creo, la idea de talento que manejábamos todos y que acaso debería llevarnos a valorar más el talento técnico (y no solo el de gestión) en las empresas de la economía del saber. Además, déjenme recordar que ya hemos conocido a numerosos directivos talentosos que han llevado a sus organizaciones al desastre.

La responsabilidad social corporativa empezó a sonar con un significado genuino de contribución a la sociedad; luego ya, parece haber resultado más sencillo para algunas empresas convertirla en obra social, en patrocinios… No siempre se respetan las expectativas de los clientes y los empleados, no siempre se atiende a la legislación y las obligaciones fiscales, pero a veces se exhibe actuación social. Hay, en efecto y sin duda, empresas socialmente responsables; pero otras, aunque lo proclamen, no lo estarían siendo en suficiente medida.

Otro término. Cuando lo que empezó a sonar, mediados los noventa, fue la gestión del conocimiento, los directivos tenían que utilizar el nuevo buzzword y a menudo le daban el significado que más les convenía. Me pareció que venía, por una parte, a constituir un paso firme en la superación de los muchos problemas que se venían detectando en los tradicionales sistemas de gestión de la información y, por otro lado, que venía acompañando, caracterizando, a la emergente economía del saber. Hay más que decir, pero en verdad parece haberse desdibujado con frecuencia este concepto. Vayamos al siguiente.

En los noventa surgió aquello de la learning organization y empezamos a hablar de organizaciones inteligentes. Pero no faltó quien pensó que una learning organization era aquella en que se orquestaban cursos de formación continua, mejor si en modo e-learning. No sé si la inteligencia de las organizaciones sigue siendo una asignatura pendiente con cierta frecuencia pero, por cierto y aunque no tiene mucho que ver, lo del e-learning merecería un capítulo especial.

De la adulteración de la Dirección por Objetivos ya se ha hablado bastante por algunos observadores. Ha fallado mucho en la aplicación y se ha acabado criticando o denostando el sistema (a veces recurriendo a falacias), y transformándolo en una especie de dirección por tareas cuantificadas, de dirección por incentivos, etc. En realidad, parece incontestable trabajar para alcanzar resultados; pero la formulación de objetivos ha resultado complicada desde el principio, y además los ejecutivos se veían obligados a seguir encargando “recados” (tareas imprevistas) a sus subordinados. Sí, el asunto es complejo y cada lector tendrá sus experiencias al respecto, incluido el recurso a cuestionables atajos para llegar a los resultados deseados y conseguir el bonus.

La destreza informacional resulta cardinal en la sociedad de la información; pero se confunde a menudo con la destreza informática o digital. Hay que saber manejarse con las herramientas, pero especialmente hemos de manejarnos bien con la información, antes de traducirla a conocimiento para condicionar nuestras acciones. Se trata de ser consciente de la necesidad de informarse, de desplegar búsquedas, de interpretar, de evaluar, de contrastar, de sintetizar, de conectar… No, no podemos dar por buena toda la información que nos rodea, ni interpretarla con ligereza, ni desplegar inferencias con precipitación. Entendamos debidamente la idea de destreza informacional, inexcusable, desde luego, en el aprendizaje permanente.

También habíamos aludido a la integridad. Casi todos los directivos se tienen por íntegros, a la vez que muchos confiesan trabajar en entornos de corrupción. Siempre se había vinculado la integridad con una conducta alineada con la ética y la moral, aun a costa de sacrificios personales. Así venía siendo, pero hace pocos años, en un documento publicado por la Confederación Española de Directivos y Ejecutivos, se recogía una formulación de Michael C. Jensen. La integridad, para este autor, nada tenía que ver con la moral y consistía, simplificando, en mantener la palabra dada mientras fuera posible. Así, como suena.

Uno sigue pensando que deberíamos distinguir la integridad de la confiabilidad; pero lo cierto (y curioso) es que Jensen fue premiado en España (mayo de 2011) por sus ideas. Parece que gustaba en nuestro ambiente empresarial lo de abaratar la integridad, de la que Stephen L. Carter decía que era expensive.

En fin, no es que la cosa sea muy grave en sí (lo de adulterar o alterar conceptos), aunque resulte reveladora; pero convendría unificar el lenguaje y respetar en lo posible lo genuino de los conceptos. El lector podrá asentir o disentir —obviamente— ante estas reflexiones y conclusiones traídas, pero convendrá quizá en que sería bueno que todos interpretáramos igual estos y otros términos tan repetidos, en beneficio del entendimiento. Es que ni siquiera entendemos lo mismo por profesionalidad, acaso para poder sentirnos todos más profesionales.

Adjunto
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