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De los libros para el crecimiento personal y profesional

 

Acaso cabe una reflexión más sobre los libros para directivos, titulados y demás interesados; sobre los orientados al crecimiento personal y profesional. Distinguía John Ruskin (siglo XIX) dos clases: los del momento y los de “todo” momento. Probablemente todos contamos con libros que leemos y releemos, enriquecedores ejemplares a los que diríase que tomamos cariño, libros escritos con el noble propósito de resultar aleccionadores e inspiradores al lector, sin confundirlo ni manipularlo con intenciones no declaradas. Quizá cabe añadir aquí una idea de Karl Maria Von Weber: “Un libro que no merece leerse dos veces, tampoco es digno de ser leído una vez”.

 

En una panorámica sobre nuestra propia biblioteca, probablemente encontramos algunos obsequiados (recibidos de la propia empresa, en algún congreso, regalo de colega…), como identificamos también otros muchos elegidos por nosotros mismos. Uno celebra la inversión en muchos casos: fue muy enriquecedor leer y releer, por ejemplo, a Csikszentmihalyi, Goleman, Senge, Cooper, Seligman, Marina… Como lo fuera, entre los recibidos, leer y releer desde luego a Drucker, Bennis, Rydz, Davenport, Hamel, Cortina, Herreros, Martínez Alonso… Cada lector, con su perfil, tendrá sus favoritos.

Se diría que el siglo XX resultó magnífico en esta literatura (y otras), y acaso lo será también este; pero en las últimas décadas podíamos topar ya con textos que incluían algunos postulados llamativos, mensajes que chocaban con lo conocido. Uno recuerda todavía su perplejidad ante un libro en que se reprobaba contundentemente la dirección por objetivos de Drucker y Smiddy porque —se decía— “reduce al obrero a una herramienta viviente” (visible confusión con el taylorismo). Lo que se proponía como alternativa era un nuevo sistema de dirección aparentemente virtuoso (se basaba explícitamente en la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza); acaso virtuoso, sí, aunque resultara algo difícil de descifrar.

Años después, mientras en numerosos textos se hablaba del conocimiento, del capital humano y de la gestión basada en el self-control tras resultados, en otro libro, igualmente muy celebrado entre directivos, se venía a decir —todavía dentro de la economía del saber y el aprendizaje permanente— que gestionar personas resultaba complicado porque “tienen edad, sexo y carácter”, que no resulta sencillo “lidiar con humanos”. Debía tratarse de una cierta licencia coloquial del autor, pero en verdad se subrayaba —¿una suerte de moderno capataz?— la necesidad de supervisar, controlar y aun “reprender” (duramente, incluso) a los subordinados.

Asimismo y ahora sobre el liderazgo, mientras accedíamos todavía a propuestas como el Servant Leadership —el líder al servicio de las necesidades de los colaboradores en su consecución del logro colectivo—, paralelamente topábamos con que el liderazgo consiste en conseguir que los colaboradores “quieran” hacer lo que tienen que hacer, o con que el verdadero líder es el que “conquista” la voluntad y las emociones de los colaboradores, el que “trabaja” su inteligencia. Parecía querer hacerse del líder el héroe de la literatura del management, aunque no tanto enfocando logros a alcanzar sino, al parecer, atendiendo a un cierto seguidismo de los seguidores, cualquiera que fuera la meta y el camino.

Uno conoció además (esto al final del siglo XX y en un entorno orientado al progreso en el management) a un autor defensor de que la inteligencia emocional venía a ser, en realidad, el despliegue de la condición de líderes en los directivos. Leyéndole y escuchándole, el emergente constructo parecía llegado para mayor gloria de aquellos... Pero faltaba recordar que esta inteligencia intra e interpersonal no era, en modo alguno y según los psicólogos de este movement, exclusiva de los directivos-líderes; que en las organizaciones la etiqueta se asignaba más por lo posicional que por lo relacional; que, como apuntara el propio Peter Drucker, líderes fueron, por ejemplo, Stalin, Mao y Hitler; y que, acaso y en definitiva, no cabría bendecir el liderazgo sin hablar de fines y medios, de logros.

En lo tocante a la integridad de los ejecutivos y directivos, podíamos leer a diversos autores (Carter, Cooper…) que vinculaban tal fortaleza con la ética y la moral, y que apuntaban a distinguir lo correcto de lo incorrecto y optar por lo primero (aunque ello supusiera algún coste personal). Pero no faltó autor (Jensen, premiado por ello en 2011, en nuestro país) que oportunamente la limitara, la abaratara; que la redujera a mantener la palabra dada siempre que se pudiera. En efecto, parecía surgir una corriente generadora de sinonimia entre la integridad y la confiabilidad (o entre aquella y la coherencia), de tal modo que, al muy respetable conjunto de ejecutivos realmente íntegros, pudieran quizá incorporarse todos.

Ya en este siglo aparecieron en grandes empresas plataformas de e-learning para la formación continua. En algunos textos se nos advertía de la importancia de unos contenidos valiosos y atractivos que catalizaran un aprendizaje sólido, rápido, ameno para los usuarios; sin embargo y por ejemplo, en el prólogo de un libro (de 2003) sobre las mejores prácticas en España, se nos decía que unos contenidos excelentes no garantizaban absolutamente nada y que podían conducir al fracaso. En este muy difundido libro no se relacionaba tanto el éxito con la materialización de aprendizaje, como con el hecho de que una mayoría de usuarios completara el correspondiente curso (lo que entonces constituía ciertamente un logro).

Tal vez no hace falta traer más ejemplos de literatura celebrada cuyos mensajes, empero, parecían romper con lo que cabía considerar más científico. En verdad se dicen a veces cosas tan distintas que uno no podría alinearse siempre con todas, y difícilmente con los errores, las opiniones interesadas, las inferencias sesgadas, los conceptos adulterados, las conexiones forzadas o las expresiones irrespetuosas. Aunque abriéndola a nuevas posibilidades y realidades, habríamos de cerrar la mente a todo esto anterior.  

Obvia y naturalmente —extraño sería lo contrario—, la posverdad ha llegado también a los libros: no podemos dar por bueno todo lo que leemos, aunque nos venga bien, avale nuestras posiciones o defienda nuestros intereses. El lector no puede dejarse llevar por lo ameno de la redacción o lo gratificante y conveniente que le resulte lo leído, sino que ha de desplegar el pensamiento crítico (bien entendido este, sin fundirlo-confundirlo con una actitud criticona o escéptica). Ha de hacer, a menudo y en efecto, una lectura prevenida y sintópica antes de consolidar enseñanzas en su acervo.  

Pues a este ton, y son, venían estos párrafos: si pedimos al autor que despliegue rigor, oportunidad, precisión, novedad, sin merma de la empatía cognitiva y aun emocional con el lector, hay asimismo que esperar de este, además de autoconocimiento y afán discente, buena dosis de pensamiento crítico genuino, es decir, riguroso, independiente, penetrante, disciplinado, perspicaz, analítico, evaluativo, sintético…   

Se trata, sí, de un modo esmerado de pensar que permita al lector analizar la intención del autor y sus premisas de partida, como el grado de solidez de sus certezas, inferencias, argumentos, conexiones y conclusiones; que le desvele el grado de precisión con que se manejan conceptos, como también el propósito de posibles sutilezas y piruetas dialécticas; que le alerte, en su caso, del uso y aun abuso de boutades, ligerezas, falacias; una agudeza cogitacional que le facilite asimismo la lectura entre líneas.

Ocio aparte, no leamos en actitud acrítica, crédula, asintiente, entregada, tal vez cautivados por la música de las palabras. Valoremos de modo especial los libros que mejor contribuyan al idóneo crecimiento personal y profesional, al que más legítimamente creamos que espera de nosotros la sociedad; un crecimiento bien orientado que nos aproxime, y no aleje, de la excelencia deseable. Diríase, por cierto, que cada día se nos demanda un desarrollo más acelerado y perceptible, atento a la sinergia de las fortalezas.

Hay, para concluir ya estas cavilaciones, que agradecer a las editoriales sus filtros a la hora de decidir una publicación; pero también cabe considerar que, sin descartar otras, su meta natural es vender. Seguramente queremos ir convencidos a comprar un libro, y para informarnos solemos acudir a colegas, foros confiables, reseñas, datos del autor…; pero no aparquemos el pensamiento crítico: ni siquiera en esta posible fase de indagación previa.

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