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Democracia en España: ideas versus consignas (Artículo)

El bicentenario de la Constitución de 1812, bien merece una reflexión sobre la democracia en España doscientos años después del primer intento fallido. Como la historia no modifica los hechos de nada sirve pensar sobre lo que hubiera pasado si un Fernando VII más transigente la hubiera aceptado y hubiera promovido un sistema donde quedara abolido el absolutismo. “Un gran asunto de familia”, dice Víctor Hugo en Los Miserables, hundió la ilusión de los liberales. Naturalmente, el escritor francés se refiere a la casa de Borbón. Fue, escribió, “la conquista de un yugo para otro pueblo” y lo califica de “repugnante contrasentido”. “La guerra de 1823, atentando contra la generosa nación española era, pues, un atentado a la Revolución Francesa”, escribe Víctor Hugo.

Ese es el juicio pero deja más adelante una frase que sirve para todos los tiempos: "No vieron el peligro en hacer matar una idea por medio de una consigna". De ello la historia posterior ya ha dado suficientes ejemplos y en España más.

Desde hace doscientos años han pasado muchas cosas, demasiadas para resumirlas en un párrafo, pero destaco una que creo que no es menor y es el reencuentro con la pobreza. Si en el siglo XVIII comienza la decadencia española, en el XIX se produce el hundimiento. La pobreza no es solo económica. Empieza por la decadencia cultural y sigue por la económica con la pérdida de las colonias. Es el efecto del derroche al que estamos acostumbrados.

La pobreza parece que afecta al espíritu democrático, probablemente más que la religión, en contraposición a Weber ("La ética protesta y el espíritu del capitalismo") y en ello sí que han se han excedido desde el poder político y social a lo largo de estos dos siglos transcurridos. Leo en "La Ilustración Española" de los cuarenta años que transcurren entre 1874 y 1915 las constantes llamadas al atraso en el que hemos caído respecto a los países del entorno.

Han sido malos años para las ideas, siempre pisoteadas por las consignas. Stanley Payne, uno de los estudiosos de la historia de España en el entorno de la Segunda República dice desde hace años haber llegado a la conclusión de que en la España que él ha estudiado había muy pocos demócratas. ¿Y ahora? le preguntaría yo. Sinceramente creo que si. Por primera vez en la historia de España creo que hay millones de demócratas, casi tantos como los que no lo son, cosa que ya es un logro importante.

Todavía hoy son muchos los que se aferran al dogmatismo que alimenta las ideologías; el voto marcado y las consignas. Frente a las ideas, consignas. Y otra vez el sempiterno pulso de  los que creen en el progreso por obra de la libertad individual con los que defienden una sociedad manejada por medio de consignas fáciles de transmitir a  la masa, que es lo más manipulable.

Recordando la Transición española, que tuve la suerte de vivir muy de cerca desde el Suplemento Político de Informaciones, un diario madrileño, o en el Congreso de los Diputados como representante del diario Cinco Días que habíamos fundado en marzo del 78, pasaron por mis manos un sin fin de artículos donde, independientemente de la filiación política del firmante, leías ideas y reflexiones sobre el presente y el futuro con el objetivo común de vivir bajo el paraguas que ofrecía una democracia a la europea similar a las existentes en los países desarrollados de nuestro entorno más cercano.

En el Congreso asistí a innumerables debates, unos sobre la Ley que regularía el Impuesto de la Renta de las Personas Físicas, la Constitución, el Estatuto de los Trabajadores o el Plan Energético Nacional. Todos destilaban el sano y aparente objetivo de dotar al país de unos esquemas de relación en la que quedaran claros conceptos como el de la libertad y sus límites; la suficiencia económica para beneficiarnos del denominado Estado del Bienestar, la necesidad de Pactos de Estado donde la cesión aseguraba la estabilidad por medio de una cierta planificación y la asunción por parte de los colectivos de representación popular fueran capaces de construir una sociedad equilibrada.

Incluso en el Estatuto de los Trabajadores, la ley que mantenía más que ninguna otra la filosofía de protección paternalista que tanto gustaba al antiguo régimen y que tanto distaba de la legislación de los países europeos que nos servían de espejo donde mirarnos, parecía lo adecuado para dar el salto a la democracia ansiada. Y así fue. Dentro de pocas semanas celebraremos el 35 aniversario de las primeras elecciones generales. Un hito de estabilidad política inédito en la España de los últimos 200 años, desde la aprobación de "la Pepa" aquel 19 de marzo de 1812.

Conviene recordarlo al hilo de sucesos acaecidos en estos últimos tiempos, donde el poder parece que se impone al sentido común y a las reglas en la que se basa la sanidad democrática. Probablemente convendría en estos momentos recordar a Erich Fromm, el hombre que escribió "El miedo a la libertad" que, desde su óptica marxista, llegó a escribir sobre la futilidad de algunos personajes. "El hombre ordinario con poder extraordinario es el principal peligro para la humanidad y no el malvado o el sádico".

De eso debe tratarse en los regímenes democráticos. No soy el primero, y desde luego tampoco el último, de los que reclama más exigencia a las instituciones públicas que representan al ciudadano en exigir una selección cuidadosa de sus miembros para ofrecer a la sociedad civil gente que pueda estar a la altura de las circunstancias.

Es una cuestión ejemplarizante que los que tienen el poder no solo elijan a sus mejores, sino que los busquen. No tiene sentido esa legión de arribistas que se autodefinen como profesionales de la política y que el resultado es que transgreden los principios que son base de la democracia y, para empezar, el valor de las ideas frente a la consigna. Un tema crucial si queremos olvidar que en los 200 años pasados la democracia ha sido una quimera y seguir en el camino que asegura la libertad, al menos de pensamiento.

Adjunto
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