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Cinco décadas del knowledge worker

José Enebral Fernández

Podemos recordar, brevemente y para situarnos, que llegando al siglo XX la mayoría de la población hacía trabajo manual y dedicaba unas 3000 horas al año. Por entonces se pensaba que la única forma de incrementar la productividad consistía en trabajar más duro o más horas, y hubo de llegar enseguida el denominado management científico (Taylor, los Gilbreth…) para constatar que, organizándose bien, mejoraba aquella. Pronto llegarían también los experimentos de Hawthorne (Western Electric) y, más tarde, las valiosas aportaciones de los psicólogos de la motivación: era el lado humano de la gestión.Podemos recordar, brevemente y para situarnos, que llegando al siglo XX la mayoría de la población hacía trabajo manual y dedicaba unas 3000 horas al año. Por entonces se pensaba que la única forma de incrementar la productividad consistía en trabajar más duro o más horas, y hubo de llegar enseguida el denominado management científico (Taylor, los Gilbreth…) para constatar que, organizándose bien, mejoraba aquella. Pronto llegarían también los experimentos de Hawthorne (Western Electric) y, más tarde, las valiosas aportaciones de los psicólogos de la motivación: era el lado humano de la gestión.

En paralelo con el de los psicólogos surgía otro salto cuántico, la corriente del management estratégico, relacionada con la deseable prosperidad. Entre los exponentes más conocidos (Andrews, Chandler, Ansoff…) enfocamos en efecto aquí a quien tanto contribuiría a la profesionalización de la gestión, Peter Drucker, pionero (con Harold Smiddy, en General Electric) de la Dirección por Objetivos (management by objectives and self-control). Pero vamos a la aportación suya que nos ocupa, a aquella suerte de constructo, el knowledge worker, meditada consecuencia de sus observaciones en grandes empresas americanas.

El autor iría nutriendo el concepto, que resultaba bastante sólido hace unos 50 años (The age of discontinuity, 1969); pero volvería sobre él repetidas veces hasta sus últimos años, mientras seguía emergiendo la economía del saber. Por ejemplo que tengo a mano, lo haría en Managing for the future (1993) o en Managing in the next society (2002). El knowledge worker constituía un elemento nuclear, como portador de la materia prima en la referida economía (dicho, obviamente, sin menoscabo de otros trabajadores y otras economías, asimismo incuestionables).

Drucker (1909-2005) nos describió un trabajador experto con alto dominio de su campo, leal a su profesión, atento al progreso técnico, entregado al inexcusable aprendizaje permanente, contribuyente a la innovación y esmerado en la tarea; un trabajador (o trabajadora, entiéndase) que apenas necesitaba supervisión —que funcionaba con sensible autonomía— y que constituía, por todo ello, un activo para la organización. Hoy suena familiar, pero entonces no tanto: no se hablaba todavía del capital humano.

Nos llegó en efecto a dibujar un trabajador de notable autoestima, que se veía más como un profesional que como un empleado, más comprometido con su profesión que con su organización (como, por ejemplo, un médico); tal vez más de un ceño se frunciría ante tales reflexiones, que aún hoy parecen audaces. Desde luego el trabajo meramente manual, bastante optimizado en la industria, se fue reduciendo una década tras otra y el emergente trabajo del saber en nada se parecía a aquel.

Si cabe un recuerdo personal al respecto, situémonos en Madrid, en los primeros años setenta y en Standard Eléctrica (asociada a la International Telephone & Telegraph). Uno querría destacar aquí la diferencia —el tan llamativo contraste— entre la estudiadísima manipulación de las piezas por parte de los operarios y operarias en la factoría de la carretera de Toledo, y el desempeño del centenar de expertos en telecomunicación dirigidos por Wayne Sandvig y Juan José Ramil, en el flamante centro de desarrollo tecnológico de la carretera de Barcelona: estos últimos, y hace de ello casi cincuenta años, en contundente sintonía con el constructo que manejamos. Había, en aquella empresa que dirigía Manuel Márquez Balín, toda la gama de trabajos, desde el manual milimetrado hasta la investigación puntera. 

En realidad no han faltado analistas para abordar el perfil del trabajador de la economía del saber y el innovar, y mucho se ha reflexionado al respecto. Además de la condición de knowledgeable, se ha destacado en nuestro trabajador la sinérgica de learner, de thinker, de creative… En el desempeño puede en efecto decirse que venimos aplicando lo que pensamos (inferencias, conexiones, implicaciones…) sobre lo que sabemos, y acaso cabría hablar, sí, de un “trabajador del conocimiento y el pensamiento”, visible portador del capital humano de que hablaba Thomas O. Davenport en el escenario finisecular.

Hoy, en 2020, son muchas —muy diversas, en función del observador y lo observado— las cavilaciones que podemos desplegar en torno a la figura del empleado que enfocamos, a quien Drucker percibía como todo un profesional, aunque distinguía empero entre séniores y júniores. Los párrafos siguientes tratan, apenas, de alentar algunas de estas posibles reflexiones en el lector interesado.

Quizá convenga recordar ya que, cuando —hace algo más de treinta años— se había agotado en las consultoras el boom de la Dirección por Objetivos (DpO), llegó muy bienvenida la corriente del cambio cultural y el liderazgo, entendido este, claro, en cada organización a su estilo. Acaso parecía preciso modular, perfilar, o tal vez asegurar, la referida autonomía funcional de este knowledge worker, que quedaba así en condición de seguidor, sin perjuicio de la arraigada etiqueta de recurso humano y en beneficio de su alineamiento con las correspondientes directrices corporativas.

No era cosa nueva lo del liderazgo, que incluso había sonado ya en los ochenta como alternativa, al hacerse habituales los obstáculos y problemas en la aplicación de la DpO; pero se refería ahora especialmente a la cotidiana gestión de los colaboradores. Creo que fue en Managing Innovation, de J. S. Rydz (1986), donde leí que el líder (a menudo entendido más posicional que relacionalmente) habría de “catalizar la mejor expresión profesional de sus colaboradores”. Parecía acertado que, en el trabajo del saber y el innovar, el liderazgo se mostrara más catalizador que capitalizador.

La referida autonomía del trabajador se interpreta hoy incluso muy al pie de la letra, pero cabe admitir que este aplica su propio conocimiento y no solo el de su jefe; que se valora su inteligencia y no solo su obediencia; que se impulsa y facilita su aprendizaje permanente, sin olvidar que las fortalezas personales suponen sinergia inexcusable. Al respecto, el foro de Davos, precisamente para este año 2020, explicitó años atrás la necesidad de la creatividad, la flexibilidad cognitiva, la inteligencia emocional, la orientación al servicio… y, desde luego, el pensamiento crítico (porque crítico resulta pensar con conocimiento, objetividad, certeza, perspectiva, penetración…).

  

Obviamente, al hablar del aprendizaje y el conocimiento del trabajador, hay que distinguir entre saber lo que saben muchos, saber lo que saben unos pocos, y saber lo que todavía no sabe nadie. Sin esta consideración estaríamos reflexionando con ligereza, casi en vacío; de modo que resulta cardinal detenerse en esto. Trabajador del conocimiento, sí, pero ¿de qué conocimiento? Los campos del saber crecen continuamente, pero solo unos pocos les siguen la pista y todavía son menos quienes precisamente contribuyen, con su creatividad, a hacerlos crecer. Se diría que el paso por la universidad simplemente nos capacita para seguir aprendiendo y, si no lo hacemos, nos salimos del constructo.

Quizá la importancia actual (el peso específico, la esencia…) del trabajador del saber radica especialmente en su capacidad de contribuir a la mejora continua, la solución de problemas complejos y la innovación; pero recordemos que él mismo ha de sentirse reconocido, significativo, importante. Hace unos 16 años y en Madrid, escuchamos a Tom Peters —otro de los grandes— decir que en realidad los altos directivos casi siempre mentían (así en la traducción simultánea) al referirse a la importancia de las personas en las organizaciones.

La etiqueta de “trabajador del conocimiento” no suena lógicamente en las organizaciones, ni suena la de “seguidor” de un jefe-líder; pero tampoco resulta quizá adecuado hacer sonar tanto la de “recurso humano”, que parece apuntar más a lo de coste que lo de activo, y quizá consigue vulnerar, acaso tras proponérselo, la autoestima del trabajador. Y aquí lo dejamos, para que el lector matice, disienta o asienta, si a ello le han movido estos párrafos. Que este año 2020 nos resulte favorable a todos.

 

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